El matrimonio Arnolfini

Jan Van Eyck, El matrimonio Arnolfini, 1434. Galería Nacional de Londres, Reino Unido.

Son casi las seis de la tarde, Jeanne Chennany se mira al espejo. Acomoda el blanco velo de fino encaje que cubre su cabello, su vestido es de un verde profundo, es bultoso y le cubre hasta los pies, pero logra sujetar lo ampón con sus manos a la altura del vientre, las mangas son de color azul. Sus manos temblorosas delatan lo nerviosa que está. No puede sudar porque arruinaría el tocado de su cabello que parece dos croissants alrededor de su cabeza, pero asemejan más dos cuernos bajo un fino encaje.

    Había instantes que olvidaba quién era, que provenía de una adinerada familia italiana establecida en París. Brujas tenía un clima que le caía bien, al menos sus extraordinarios paisajes y canales le hacían olvidar de vez en cuando un viejo romance que tuvo con un aprendiz de artista. De repente dos toquidos sutiles la hicieron regresar al presente. Escucha una voz imperativa:

-La aguardan en la sala de las visitas, vaya ya, milady.

  En la sala yace Giovanni Arnolfini, mercader italiano, conocido por pertenecer a la corte de Felipe el Bueno, duque de Borgoña, y por su ostentosidad. Tenía las cejas depiladas y una mirada serena. Pocas veces ha vestido para tal ocasión, la tela de su traje es lujosa y cara, el púrpura de su capa lo hace ver como un hombre interesante y de clase. Un sombrero negro cubre su calvicie.

La ventana está abierta y deja ver el fresco árbol de cerezos, los tapices de los muebles estaban en color rojo. Al fondo, en una pared, hay un espejo con los doce misterios de Cristo. No quiere ni verse, él transmite tanta paz que espera sentado en el elegante mueble. En la escena de la habitación resalta la cama en color rojo, de una tela tan aterciopelada que pasar una noche ahí no garantizaba despertar. Esa cama ostentosa la adquirió un par de semanas antes para decorar su nueva casa y será imprescindible para el gran acontecimiento que se suscitará. Es el día de su boda con Jeanne. Con serenidad, la espera y a los dos testigos.

Atrás de la puerta de la habitación se escucharon los pasos de unos suecos, es Jeanne que abriendo la puerta.

-Luces divina.  Digna de que nos inmortalicen en un cuadro.

-¿Una pintura? Preferiría que no…

-Recuerda que tus padres no pueden asistir a nuestra unión, además seré de uno de los hombres más influyentes y poderosos de Brujas. Quiero mostrar mi cercanía con el duque a través de un cuadro pintado por uno de los mejores retratistas, que pronto llegará.

La pareja está parada en el cuarto. De pronto, un sirviente anuncia la presencia de los testigos: son el sacerdote y Jan Van Eyck, el pintor neerlandés más renombrado de Italia, conocido por aplicar la perspectiva matemática en sus obras y por extraer el pigmento de las flores para dar color a sus cuadros, de dónde surgió la técnica del óleo.

Atrás de la puerta un sirviente anuncia la presencia de los testigos esperados, eran el sacerdote y Jan Van Eyck, el pintor neerlandés más renombrado de Italia conocido por aplicar la perspectiva matemática en sus cuadros y por extraer el pigmento de las flores para dar color a sus cuadros, fue el inventor del óleo.

-Bienvenidos los estamos esperando.

Jan Van Eyck, lleva puesto un turbante rojo, trae consigo su caballete y en unas cajas brochas y pinturas. En las claras pupilas de Jeanne comenzaron a proyectarse cientos de imágenes, cientos de recuerdos. Quiere llamarlo por su nombre, no podía creer que su ex prometido, el ayudante de un taller de arte, sea ahora un gran maestro.

El sacerdote les indica que se pongan de pie para comenzar.  Menciona, uno por uno los sacramentos del matrimonio. Jeanne no puede soltar de entre sus manos el sobrante de su vestido. Los anillos son entregados y la ceremonia consumada. Van Eyck saca su caballete, les pide que se den la mano en señal de unión; el mercader lo ve con recelo ya que cada vez que su recién esposa mira al pintor sus mejillas se enrojecen.

La mano del artista se paraliza. Le llegan recuerdos de Jeanne, sobre todo de cuando su familia lo despreció por no tener fama y fortuna. La puerta queda abierta y un pequeño perro atraviesa la habitación:

-Besti, ven acá -dice el mercader-, tú también estarás en el cuadro.

Pasan un par de horas. Cansados los posantes, Van Eyck  piensa que lo terminará en el hostal, y lo  cubre con una tela para que nadie pueda verlo. El sacerdote salió contento con unas monedas de oro entre sus manos, mientras Van Eyck  se retira con la mirada perdida en el pasado.

A la semana siguiente, el pintor  toca a la casa del mercader, quien lo recibe gustoso y con honores, como el gran artista que es.

-Maestro, ¿qué lo trae por aquí?

-Estoy a punto de terminar su encargo, sólo que me hacen falta algunos detalles: la profundidad de las telas de sus muebles, ese rojo tan intenso, su espejo y demás objetos…Quisiera volverlos a ver.

-Sí claro. Pase maestro, mi esposa le atenderá, yo salgo de urgencia con el duque. Esta es su casa.

Llama a Jeanne, y esta lo pasa a la habitación. Con voz quebradiza le dice al pintor:

-Estoy orgullosa, te has convertido en uno de los pintores más renombrados, toda Europa habla de ti.

-Es una lástima que no te tocó compartir todo esto conmigo.

-Tú sabes que mis padres lo impidieron.

-Nunca llegaste a la cita para huir juntos.

-No, no lo hice, pero en este momento me voy contigo. Todo esto es tan falso: el rosario en la pared, una sola vela prendida del candelabro, el color de mi vestido… Giovanni sólo espera que le dé un heredero. Todos los días esta borracho y en los prostíbulos. Llévame contigo a Italia.

-Será un locura, es que tú no sabes nada de mí, yo me…. En fin el mundo está loco.

Los dos se abrazan y huyen al hostal. Jeanne no empaca nada y se va sólo con la ropa con la que estaba vestida, lo único de valor que carga es el anillo de matrimonio.

Van Ekcy sale porque tiene que recoger un pago en de otro encargo que había realizado en Brujas. Sola en la habitación, Jeanne piensa en sus padres, en lo mucho que defraudará a su familia, será la burla de París. Sin pensarlo, regresa a su casa, pasa por la habitación donde fue la ceremonia, se acuesta en la cama y cierra los ojos porque no quiere saber más del mundo.

Van Eyck regresa a Florencia. Su esposa le pregunta cómo la pasó en Brujas.

-¿Qué tal los belgas?

-Estuve a punto de volverme loco- le contestó.

Al paso de un mes, una carroza venida de Italia lleva el tan ansiado cuadro a casa del mercader. Frente a su esposa le quita la tela que lo cubre. Todo es perfecto: sus rostros, los trajes, los colores de sus muebles, la perspectiva del cuarto, el piso de madera, incluso el pelo de Besti. En el espejo de la pared aparece la leyenda: “Jan Van Eyck estuvo aquí”.

Con esas letras dejo plasmado su recuerdo. Alrededor del espejo puso figuras pequeñas, que representan el momento que conoció a Jeanne y cuando lo abandonó en el hostal.

La elegante habitación en tonos rojos está ahora llena de recuerdo para Jeanne.  Pasa el tiempo y la pareja no engendraba al heredero. El mercader la culpa todos los días de haberse casado con una mujer estéril. Un día, ahogada en la depresión, casi a la seis de la tarde y con una sola vela prendida, Jeanne entró a la habitación, se acostó sobre el fino terciopelo rojo de la cama, cierra sus ojos, que jamás volvieron a abrirse.

Dos años después el mercader se volvió a casar y tampoco pudo tener hijos. El cuadro se lo regaló al duque, ya que la obra valía veinte veces más que cuando Jan lo pintó. Él no sólo dejo plasmada una frase para inmortalizar su reencuentro con Jeanne, dejó una huella que perduraría por siglos.

El mercader no se deshizo del cuadro por el recuerdo de su esposa, sino porque él no se parecía mucho al personaje del cuadro. Van Eyck se había plasmado su propia boda: la de él y Jeanne.

Ada Lorena

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